Seleccionar página

25 de enero 2011 – Reforma

Por: María Amparo Casar

No es que los últimos años se hayan caracterizado por una discusión de altura sobre los problemas que aquejan al país y cómo resolverlos pero en este inicio de 2011 apareció con mayor intensidad la pobreza del debate público, la ligereza e imprecisión con que se habla de temas importantes y la facilidad e impunidad con que se pone en juego el nombre y la reputación de las personas.

Buena parte de los políticos han dejado de pensar, dialogar, convenir y actuar para dedicarse al deporte de confrontar. Han encontrado la manera de andar en la boca de la gente no a través de su trabajo que es acercar posiciones y tomar decisiones sino a través de hacer declaraciones. Mientras más estridentes mejor. El caminito les está resultando. Con cada vez mayor frecuencia se premian los dichos y con cada vez mayor frecuencia las declaraciones toman el lugar de la información. Mientras más desvergonzadas más posibilidad de ganar la primera plana.

No sé cuántos puntos en conocimiento (name recognition) haya ganado Moreira afirmando que sacaría de los Pinos a tepocatas y víboras prietas, llamando a los secretarios ninis porque «ni saben ni pueden», acusando a los panistas de «cínicos y fracasados», diciendo del secretario Lozano que «lo sano es que no hable» porque «su barriguita se llenó del salario de ese pasado del que habla» o tildando al secretario Lujambio de «corto de mente». No sé cuántos aplausos se habrá llevado él por contestarle que es un «protagonista cavernario» o el resto de los secretarios por bailar al son que les toca Moreira. No sé tampoco cuánto le reditúe a López Obrador repetir hasta la saciedad que el presidente Calderón es un mafioso o a éste acusar a la izquierda de irracional y violenta. Lo que sí sé es que estos intercambios de palabras en nada contribuyen al debate público, que entretienen pero no informan y que frivolizan la política.

El debate es el intercambio razonado y razonable de puntos de vista para convencer sobre el mejor curso de acción. Nuestros políticos ni debaten, ni razonan, ni convencen, ni actúan. Declaran lo primero que les viene a la mente.

No hay esperanza de que esto cambie. Con las elecciones en puerta los políticos se encargarán de enrarecer más el ambiente con sus descalificaciones, de polarizar a la sociedad con sus posturas y de atentar contra cualquier posibilidad de un debate inteligente e informado.

Es inútil apelar -sería predicar en el desierto- a un mínimo sentido de la responsabilidad pública que se deberían autoimponer los propios políticos si no quieren ver cómo sigue desplomándose en las encuestas el poco aprecio que les tiene la población y cómo sigue subiendo el número de ciudadanos que ya no se identifica con ninguno de ellos.

También es absurdo pretender limitar la libertad de expresión como lo ha querido hacer con total ausencia de sentido común y nula eficacia el artículo 41 de la Constitución prohibiendo «expresiones que denigren a las instituciones y a los partidos políticos o que calumnien a las personas». Ni los políticos se van a moderar por sí mismos ni las normas van a cambiar su comportamiento.

Pero desde otras trincheras se pueden hacer cosas. Los medios pueden seguir haciendo el caldo gordo a los políticos rijosos y sus declaraciones banales pero también condenarlas al ostracismo. Pueden dejar de cubrir sus gracejadas, sus improperios y sus banalidades. Al menos, no darles el relieve que se les da todos los días poniéndolos en las primeras planas, en los encabezados o en los titulares de los noticieros.

No se trata de atender al llamado a no «derrotar el ánimo nacional» o al de publicar buenas noticias, tampoco se trata de generar una buena imagen de México a través de pintar a políticos que no tenemos. Mucho menos de dejar de informar. Pero, ¿publicar las declaraciones de los políticos es informar?

Se trata de elevar el debate público, de forzar a los políticos a que se definan sobre ciertos temas, de cerrarle la puerta a las fanfarronadas y abrírsela a las definiciones, de elevarles el costo de confundir la política con la declaración, de confrontar sus dichos con sus actos, de demoler sus dogmas con realidades, de rebatir sus ficciones con datos. Se trata de fijarles la agenda, de exigirles rigor, de llamarlos a cuenta, de decirles que las primeras planas se ganan con hechos no con declaraciones.

Sabemos que la estridencia y el escándalo atraen lectores y audiencias y que el espectáculo genera más ventas que otros géneros de periodismo, pero si no los forzamos los medios, ¿quién va a hacerlo?