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La prensa no gusta. Y los periodistas, menos. En China, Irán, Eritrea, Cuba, Venezuela y un largo etcétera de países con regímenes totalitarios o autoritarios. Ni tampoco en democracias supuestamente consolidadas. Léase Rusia, Israel, México, Colombia, Venezuela, por citar unas cuantas. Ni aún en el espacio de la Unión Europea, por mucho que sus instituciones alardeen de ser modélicas en el respeto a las libertades. No en todas pero sí en demasiadas naciones comunitarias tampoco gusta la prensa.

El mundo moderno padece la desbordada gangrena de crímenes contra los derechos humanos, de abusos de poder, de corrupción. Es una metástasis de creciente gravedad sobre la cual abunda un deseo perverso de encubrirla, de silenciarla. Poderes políticos, económicos, criminalidad organizada, ideologías nacionalistas y fundamentalismos religiosos coinciden en este propósito de que no salga a la luz esta ominosa realidad. Y de ahí la variedad de medios con los cuales se intenta silenciar a la prensa y los periodistas sin detenerse ante los más aberrantes. Precisamente porque la prensa suele ser un reducto en defensa de la verdad, sin la cual la condición libre del hombre no es posible.

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